Los amantes de Pompeya.
Lo
vieron llegar como un estruendo, como un bramido entre las nubes negras, una
masa informe que se abalanzó sobre sus cabezas. Probablemente el último segundo
fue el más breve, no llegó ni a un suspiro. Después sólo quedó el humo gris, el
eco de un instante eterno.
Si
hay una imagen que se queda en la retina, que nos hace imaginarnos como pudo
ser aquel instante, es el de una de las estatuas de ceniza que nos ha legado
el tiempo, de aquellos que encontraron la muerte esa mañana. Cuando la
encontraron los arqueólogos la vinieron a denominar: ”los amantes”; en ella
podemos recrear el postrero abrazo de una pareja que ante la inminente llegada del ocaso se
abrazaron como tal vez nunca lo habían hecho, con la fuerza de un infierno, con
el miedo atenazándoles, encogiéndoles el alma, tan fuerte fue el abrazo que cientos
de años después volvieron a resurgir, cual ave Fénix, en aquella posición sin fin.
Es
difícil imaginar lo que sentirían en aquel instante sin retorno, escuchando el
trueno, la tierra gritando, lloviendo cenizas y fuego… viendo venir la
muerte como cientos de cascos galopando sobre su tejado. Tal vez se miraron,
intentando animarse mutuamente, o simplemente guardaron silencio, encogiéndose
en un abrazo, no queriendo soltarse nunca.
El día se
convirtió en noche y su abrazo fue el último, como sus lamentos. Hoy los
miramos así, aún abrazados, y nos refugiamos en un respetuoso silencio.
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